La quimera del oro by Jack London

La quimera del oro by Jack London

autor:Jack London [London, Jack]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Relato, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1981-01-01T05:00:00+00:00


El filón de oro

Era el corazón verde del cañón, donde las paredes se alejaban del plan rígido y aliviaban sus severas lineas formando un pequeño rincón cubierto y llenándolo hasta el borde de dulzura, redondez y suavidad. Aquí todo estaba tranquilo. Hasta la estrecha corriente cesaba en su turbulento fluir el tiempo suficiente para formar una silenciosa charca. Hundido hasta las rodillas en el agua, con la cabeza agachada y los ojos entornados, dormitaba un gamo de piel roja y copiosa cornamenta.

A un lado, al borde mismo de la charca, había una pequeña pradera, una superficie fresca y elástica de verdor, que se extendía hasta la base de la tosca pared. Más allá de la charca, una suave ladera se elevaba paulatinamente hasta el muro opuesto. La ladera estaba cubierta de una hierba fina, hierba salpicada de flores acá y allá, con manchas de color naranja, púrpura y dorado. El cañón se cerraba por abajo. No había ningún pasaje. Las paredes se unían abruptamente en un caos de piedras recubiertas de musgo y escondidas bajo una cortina de hiedra, enredaderas y ramas de árboles. Por encima del cañón se elevaban colinas y altos picos, las grandes faldas de las montañas cubiertas de pinos y remotas. Y allá, a lo lejos, cual nubes en el confín de los cielos, se alzaban blancos minaretes donde las eternas nieves de la sierra reflejaban austeramente los rayos del sol.

No había polvo en el cañón. Las hojas y flores eran limpias y puras. La hierba parecía un terciopelo suave. Tres semillas de álamo flotaban sus níveas pelusas en la quietud del aire. En la ladera, las flores de la manzanita[26] llenaban el aire con las fragancias de la primavera, mientras las hojas, ricas en experiencia, habían iniciado ya su torsión vertical contra la aridez del próximo verano. En los claros, más allá de la sombra de la manzanita, se posaban los lirios mariposa[27] cual otros tantos vuelos de mariposas enjoyadas, repentinamente detenidas y a punto de reiniciar su tembloroso vuelo. De trecho en trecho, el arlequín del bosque, la madroña[28], que se dejaba sorprender en el acto de cambiar su tronco verdeguisante por un rojo furioso, exhalaba su fragancia al aire desde sus ramilletes de campanillas enceradas. Estas campanillas eran de un blanco cremoso, con la forma de las azucenas del valle y con la dulzura de la fragancia primaveral.

No corría el menor soplo de viento. El aire estaba adormecido con su peso de perfume. Una dulzura que resultaría empalagosa de haber sido el aire pesado y húmedo. Era una luz estelar convertida en atmósfera, atravesada y calentada por el sol y empapada de dulzura.

De vez en cuando una mariposa volaba entre las manchas de sombra y luz. Por todas las direcciones se elevaba el quedo y soñoliento zumbido de las abejas de montaña —sibaritas comilonas, que se empujaban unas a otras, entre bromas y sin tiempo para rudas descortesías—. El arroyo goteaba y murmuraba a través del cañón tan silenciosamente, que hablaba sólo en gorgoteos débiles y ocasionales.



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